Cartas filosóficas de Voltaire Decimotercera carta: Sobre Locke

Con seguridad, nunca ha habido un espíritu más juicioso, más metódico, ni un lógico más exacto que Locke; sin embargo, no era un gran matemático. Nunca pudo someterse a la fatiga de los cálculos ni a la aridez de las verdades matemáticas, incapaces de dar nada sensible al espíritu; nadie como él ha demostrado que se puede tener un espíritu geométrico sin geometría. Antes de él, los grandes filósofos habían dado definiciones del alma humana, pero como lo ignoraban todo sobre el tema, es natural que sus opiniones fueran diversas.

En Grecia, cuna de las artes y de los errores, donde tan lejos llegaron la grandeza y la estupidez humanas, se razonaba sobre el alma como en nuestros tiempos.

El divino Anaxágoras, al que le fue elevado un altar por enseñar a los hombres que el Sol era mayor que el Peloponesio, que la nieve era negra y que los cielos eran de piedra, afirmaba que el alma era un espíritu aéreo, pero, sin embargo, inmortal.

Diógenes, otro que se hizo cínico después de haber sido monedero falso, aseguraba que el alma era una porción de la sustancia misma de Dios; esta idea era, por lo menos, brillante.

Epicuro creía que se componía de partes, como el cuerpo. Aristóteles, que ha sido explicado de mil maneras distintas, porque es ininteligible, creía, si creemos a algunos de sus discípulos, que el entendimiento de todos los hombres estaba formado por una única y misma sustancia.

El divino Platón, maestro del divino Aristóteles, y el divino Sócrates, maestro del divino Platón, creían que el alma era corporal y eterna. Sin duda el demonio de Sócrates le había enseñado la realidad. Hay gentes que creen que un hombre que se vanagloria de tener un genio familiar era, sin duda, un loco o un bribón, pero es que esas gentes son demasiado exigentes.

En cuanto a los Padres de la Iglesia, creyeron que el alma humana, los ángeles y Dios eran corporales.

El mundo se refina constantemente. San Bernardo, según la confesión del padre Mabilon, enseñó que después de la muerte el alma no veía a Dios en el cielo, sino que únicamente conversaba con la humanidad de Cristo. Sus palabras no fueron muy creídas

Porque la aventura de las Cruzadas había desacreditado sus oráculos. Más tarde, muchos escolásticos como el doctor irrefutable, el doctor sutil, el doctor angelical, el doctor seráfico, el doctor querúbico, estaban plenamente convencidos de que conocían el alma, pero hablaban de ella como si quisieran que nadie les entendiera.

Nuestro Descartes, nacido para descubrir los errores de la antigüedad y reemplazarlos por los suyos, animado por ese espíritu sistemático que ciega a los más grandes hombres, creyó haber demostrado que el alma era lo mismo que el pensamiento, como la materia era, en su opinión, lo mismo que la extensión; aseguró que el hombre piensa constantemente; que el alma llega al cuerpo poseyendo todas las nociones metafísicas, conociendo a Dios, el espacio, el infinito, teniendo todas las ideas abstractas y los más hermosos conocimientos, pero que desgraciadamente olvida todo al salir del vientre de la madre.

Malebranche, del Oratorio, con sus sublimes ilusiones no solamente admitió las ideas innatas, sino que creía que vivimos íntegramente en Dios y que Dios, por decirlo de alguna manera, era nuestra alma. Todos estos razonadores escribieron la novela del alma, hasta que llegó un sabio y modesta- mente escribió su historia. Locke ha desarrollado en el hombre la razón humana como un excelente anatomista explica los resortes del cuerpo humano. Se ayuda siempre con la antorcha de la física; algunas veces se anima a hablar definitivamente, otras también, a dudar. En vez de definir de repente lo que no conocemos, examina por gradaciones lo que queremos conocer. Toma a un niño en el momento de su nacimiento, sigue paso a paso los progresos de su entendimiento; ve lo que tiene de común con las bestias y lo que está por encima de ellas; consulta sobre todo su propio testimonio, la conciencia de su pensamiento.

«Yo dejo que los que saben más que yo -nos dice- discutan sobre si el alma existía antes o después del cuerpo. Confieso que en el reparto me tocó un alma grosera que no piensa continuamente y, por desgracia, creo que no es necesario que el alma piense continuamente, como no es necesario que el cuerpo esté continuamente en movimiento.»

Personalmente me honro en pensar que en este punto soy tan estúpido como Locke. Nadie será capaz de hacerme creer que pienso continuamente, y me resulta imposible imaginar que algunas semanas antes de ser concebido tenía un alma sabia, que sabía millares de cosas que he olvidado al nacer, que en el útero tenía conocimientos que se me han olvidado y que no he podido recordar jamás.

Después de haber descartado el concepto de ideas innatas y de haber renunciado a la vanidad de creer que el alma piensa constantemente, Locke estableció que nuestras

ideas se originan en nuestros sentidos; examina nuestras ideas simples y compuestas; sigue al espíritu humano en todas sus operaciones; demuestra la imperfección de las lenguas habladas por los hombres y el abuso constante que se hace de las palabras.

Considera por último el alcance, o mejor, la nada de los conocimientos humanos. En este capítulo se atreve a decir modestamente estas palabras: «Tal vez nunca podamos saber si un ser puramente material piensa o no».

En estas sensatas palabras más de un teólogo vio la escandalosa declaración de que el alma es material y mortal.

Algunos ingleses, devotos a su manera, dieron la alarma. Los supersticiosos son en la sociedad lo que los holgazanes en el ejército: tienen y contagian terrores pánicos. Se acusó a Locke de querer modificar la religión y, sin embargo, no se trataba de religión, era una cuestión puramente filosófica, independiente de la fe y de la revelación. Había que pensar con tranquilidad si no es contradictorio decir: la materia puede pensar y Dios puede comunicar pensamientos a la materia. Los teólogos empiezan demasiado pronto a decir que Dios ha sido ultrajado cuando no se piensa como ellos. Se parecen mucho a los malos poetas que dicen que Despreaux habla mal del rey porque se burla de ellos.

El doctor Stinlingfleet se ha hecho con una reputación de teólogo moderado por no haber injuriado positivamente a Locke. Luchó contra él, pero fue vencido, porque él razonaba como un doctor y Locke como un filósofo conocedor de la fuerza y debilidad del espíritu humano, y que conocía el temple de las armas que empleaba.

Si yo me atreviera a hablar de asunto tan delicado en el estilo de Locke, diría: hace mucho tiempo que los hombres discuten sobre la naturaleza y la inmortalidad del alma humana. Es imposible demostrar la inmortalidad del alma, pues aún discutimos sobre la naturaleza y hay que conocer a fondo un ser creado para decir si es o no inmortal. Prueba de que la razón humana es incapaz de saber si el alma es inmortal es que ésta ha debido sernos revelada a través de la religión. Para el bien común, la fe nos ordena creer en la inmortalidad del alma; es todo lo que hace falta y la cuestión está decidida. No ocurre lo mismo con respecto a su esencia; a la religión le importa poco saber la sustancia de que está formada el alma con tal que sea virtuosa. Se nos ha dado un reloj, pero el relojero no nos ha dicho de qué clase de material está hecho el resorte. Yo soy cuerpo y pienso, es todo cuanto sé. ¿Por qué querer atribuir a una causa desconocida

algo que tan fácilmente se puede atribuir a la única causa segunda que conozco? Todos los filósofos de la escuela argumentan: «En el cuerpo no hay más que extensión y solidez y no puede tener más que movimiento y figura. Ahora bien, movimiento y figura, extensión y solidez no pueden originar un pensamiento, por lo tanto el alma no puede ser materia».

Todo ese gran razonamiento, tantas veces repetido, se reduce solamente a lo siguiente: «No conozco la materia, in tuyo imperfectamente algunas de sus propiedades; no sé si dichas propiedades pueden unirse al pensamiento; entonces, como no sé nada, afirmo positivamente que la materia no puede pensar». Así razona la escuela. Locke diría sencillamente a estos señores: «Confesad por lo menos que sois tan ignorantes como yo; ni vuestra imaginación ni la mía pueden concebir cómo un cuerpo tiene ideas. ¿Acaso comprendéis mejor cómo una sustancia, sea como sea, puede tenerla? Si no podéis

Concebir ni la materia ni el espíritu, ¿cómo podéis afirmar algo?»

A su vez, el supersticioso llega y dice que, para el bien de las almas, es necesario quemar a todos los que creen que es posible pensar únicamente con la ayuda del cuerpo. Pero ¿qué opinaría si fuera él el reo de irreligiosidad? En efecto, ¿podemos asegurar, sin caer en una absurda Impiedad, que el Creador no puede darle a la materia pensamientos y sentimientos? Pensad lo y veréis en qué apuro os metéis los que limitáis así el poder del Creador. Los animales poseen los mismos órganos que nosotros, los mismos sentimientos y las mismas percepciones. Tienen memoria y combinan algunas ideas. Si Dios no puede animar a la materia y dotarla de sentimientos, es necesario admitir que, o bien los animales no son más que máquinas, o bien tienen un alma espiritual.

Creo que es innecesario demostrar que los animales no son simples máquinas. En efecto, Dios les ha dado los mismos órganos del sentimiento que a nosotros; luego si son incapaces de sentir, Dios ha hecho un trabajo inútil. Según vosotros decís, Dios no hace nada vanamente, por tanto, no puede haber fabricado tantos órganos del sentimiento si éste no debiera existir. De lo cual se deduce que los animales no son puramente máquinas.

Los animales, según vosotros, no pueden tener un alma espiritual; luego, aunque os pese, tenéis que reconocer que Dios ha dado a los órganos de los animales, que son materia, esa facultad de sentir que vosotros llamáis instinto. ¿Quién podría impedir que Dios hubiera dado a nuestros órganos más sensibles la facultad de sentir, de percibir, de pensar, que llamáis razón humana? Sea cual sea el lado a donde os volváis, debéis

confesar vuestra ignorancia y el inmenso poder de Dios. No sigáis, por lo tanto, oponiéndoos a la sabia y modesta filosofía de Locke; en vez de ir en contra de la religión, si ésta lo necesitara podría servirle de ayuda. ¿Existe una filosofía más religiosa que la que afirma Única- mente lo que ve con claridad y, tras confesar su debilidad, nos dice que estamos obligados a recurrir a Dios cuando nos ponemos a examinar los primeros principios?

Por otra parte, nunca hay que temer que un sentimiento filosófico pueda dañar a la religión de un país. Los misterios, aunque son contrarios a las demostraciones, serán siempre respetados por los filósofos cristianos que saben que los objetivos de la razón y de la fe son diferentes. Los filósofos nunca formarán una secta religiosa. ¿Por qué? Porque no escriben para el pueblo y porque carecen de entusiasmo.

Dividid al género humano en veinte partes; diecinueve estarán formadas por trabajadores que no sabrán nunca que existió Locke. De los restantes, ¿cuántos hombres se dedican a la lectura? Y entre los que leen, veinte leen novelas y uno sólo estudia filosofía. El número de los que piensa es muy reducido y, además, no se preocupan de turbar al mundo.

No fueron ni Montaigne, ni Locke, ni Bayle, ni Spinoza, ni Hobbes, ni lord Shaftesbury, ni Collins, ni Toland, etcétera, los que levantaron el estandarte de la discordia en su patria. La mayor parte de las veces fueron los teólogos que, deseando ser jefes de sectas, terminaron en jefes de partido. ¿Qué digo? Todos los libros de los filósofos modernos no han hecho tanto ruido como el que hicieron antes los franciscanos con su disputa sobre la forma de sus mangas y de su capucha.

Comentario:

Estos sabios, que dedicaron tiempo en su discusión, sobre la existencia de las almas, tras tres mil años dedicados por religiosos, filósofos, pensadores, no se han puesto de acuerdo.

Si consideramos que el ser humano, tiene como antecesor un gusano y hermanadas genéticamente  con moscas, ratas, cerdos y monos, llegamos a una conclusión que nos perturba. En lo que todos están de acuerdo es que solo los humanos tienen alma y no los animales.

Si los seres humanos descendemos de animales,  ¿Cuándo se les transfirió la supuesta alma?  De forma evidente no fe en el principio de la vida porque la teoría de la creación deísta es falsa según las demostraciones de la ciencia,  solo cabe admitirlo bajo dogma de fe, el recurso donde las iglesias recurren con temas del que no tienen explicación creíble.

De todos modos aquellos que crean en las almas, dejen tranquilos a los demás y cuiden la suya, los creyentes que hagan una vida por senderos del pecado, y crean que una confesión final con absolución les envía al utópico paraíso, deberían pensar, que sin reparar sus faltas,  y que solo con la bendición sacerdotal les va a abrir la puerta del paraíso, seria excesiva tolerancia del sobrenatural.

Cartas filosóficas Duodécima carta: Sobre el canciller Bacon, Voltaire

No hace mucho que se hablaba, en una amable reunión, sobre el tema gastado y frívolo de saber quién era el más grande hombre: César, Tamerlán, Alejandro, Cromwell, etc.

Alguien respondió que, sin lugar a dudas, era Newton. Ese hombre tenía razón, pues si la grandeza verdadera radica en recibir del cielo el don de una gran inteligencia y haberse servido de ella para instruirse a sí mismo ya los demás, un hombre como Newton, de los que nace uno cada diez siglos, es en verdad el gran hombre. Los políticos y los conquistadores, que no han faltado en ninguna época, suelen ser ilustres malvados. El respeto se debe a los que dominan los espíritus por la fuerza de la verdad, no a los que los convierten en esclavos mediante la violencia; a los que comprenden el universo, no a los que la desfiguran.

Puesto que me pedís que hable de los hombres célebres de Inglaterra, empezaré por los Bacon, Locke, Newton, etc. Generales y ministros vendrán más tarde.

Debo empezar por Bacon de Verulam, conocido en Europa por Bacon, su apellido. Era hijo de un guardasellos y durante el reinado de Jacobo I fue durante mucho tiempo canciller. Sin embargo, en medio de las intrigas cortesanas y de las preocupaciones de su cargo, que requerían todos sus esfuerzos, tuvo tiempo para ser un gran filósofo, un buen historiador y un elegante escritor, cualidades tanto más sorprendentes cuando pensamos que vivió en un siglo en que se desconocía el arte de escribir y, todavía más, el de la buena filosofía. Como suele ocurrir, fue más apreciado después de muerto que mientras vivía. Sus enemigos estaban en la corte de Londres y sus admiradores en Europa entera.

Cuando el marqués de Effiat fue a Inglaterra acompañando a la princesa María, hija de Enrique el Grande, que iba a contraer matrimonio con el príncipe de Gales. fue a visitar a Bacon. Este se encontraba enfermo y lo recibió con las cortinas de su lecho echadas. «Os parecéis a los ángeles -le dijo Effiat-. Escuchamos hablar continuamente de ellos. creemos que son superiores a los hombres, pero nunca tenemos el consuelo de verlos.»

Vos sabéis. señor. que Bacon fue acusado de un crimen que no es el de un filósofo: haberse dejado corromper por dinero. Sabéis cómo fue condenado por la Cámara de los Pares a pagar una multa de cuatrocientas mil libras ya perder su dignidad de canciller y de par .

Hoy en día los ingleses veneran de tal manera su memoria, que no quieren admitir su culpabilidad. Si me preguntarais mi opinión os contestaría repitiendo una frase que escuché a Lord Bolingbroke. Se estaba hablando en su presencia de la avaricia del duque de Marlborough. Se citaban varios ejemplos apelando al testimonio de Lord Bolingbroke, el cual. como había sido su enemigo declarado. podía decir tranquila- mente su opinión.

«Era tan gran hombre -respondió-. que me he olvidado de sus vicios.»

Me limitaré. pues. a hablaros de las cualidades que hicieron a Bacon admirado en toda Europa.

La más singular y la mejor de sus obras es la que oyes la menos conocida y la más inútil: hablo del Novum scientiarium organum. En el andamiaje sobre el que se construyó la nueva filosofía y cuando el edificio estuvo concluido. por lo menos en parte. el andamiaje quedó en desuso.

El canciller Bacon no conocía aún la naturaleza. pero sabía e indicaba los caminos que conducen a ella. Tempranamente comenzó a despreciar todo lo que las universidades llaman filosofía e hizo cuanto estuvo en su mano para que esas instituciones. creadas para el perfeccionamiento de la razón humana. no continuaran corrompiéndola con sus «quid». su «horror al vacío». sus «formas sustanciales» y todas las impertinentes palabras que la ignorancia hacía respetables y que su extraña mixtura con la religión hacía casi sagradas.

Es el padre de la filosofía experimental. Es verdad que antes de él se habían realizado descubrimientos sorprendentes: se había inventado la brújula. la imprenta. el grabado de estampas, la pintura al óleo. los espejos. el arte de devolver parcialmente la vista a los ancianos mediante cristales que se llaman lentes, la pólvora de cañón, etc. Se había buscado, encontrado y conquistado un nuevo mundo.

¿Quién puede dudar que descubrimientos semejantes los realizaron los más grandes filósofos y en tiempos más esclarecidos que los nuestros? Empero, esos grandes cambios se realizaron en la Tierra en época de la estúpida barbarie. Casi todos esos inventos son obra del azar y casi es evidente que el descubrimiento de América también se debió al azar. Al menos, siempre se ha creído que Cristóbal Colón emprendió su viaje fiado en la palabra de un capitán de navío al que la tempestad había arrojado a la altura de las islas Caribes.

Sea como sea, los hombres sabían llegar hasta el fin del mundo, sabían destruir ciudades con un rayo artificial más mortífero que el rayo natural, pero desconocían la circulación de la sangre, la densidad del aire, las leyes del movimiento, la luz, el número de planetas, etc. Cualquiera que sostuviera una tesis sobre las categorías de Aristóteles, sobre lo universal a parte rei o sobre cualquier tontería era considerado un prodigio.

Las invenciones más sorprendentes y más útiles no son las que más honran al espíritu humano.

Todas las artes tienen su origen en un instinto mecánico común a los hombres, pero no a la sana filosofía.

El descubrimiento del fuego, el arte de la panadería, de fundir y preparar los metales, de construir casas, el invento de la lanzadera, que son cosas más necesarias que la imprenta y la brújula, se deben a hombres todavía salvajes.

¿No hicieron griegos y romanos un uso maravilloso de la mecánica? Y, sin embargo, en aquellos tiempos se creía que había cielos de cristal, que las estrellas eran lamparitas que en ocasiones caían al mar; uno de los grandes filósofos de la época, después de muchas investigaciones, afirmó que los astros eran guijarros que se habían desprendido de la Tierra.

En una palabra, nadie antes que Bacon conoció la filosofía experimental y casi todos los experimentos físicos realizados posteriormente están descritos en su libro. El mismo realizó muchas experiencias: construyó máquinas neumáticas mediante las que intuyó la elasticidad del aire; anduvo cerca de descubrir la presión atmosférica, que descubrió más tarde Torricelli. En casi toda Europa empezó a practicarse la física experimental, poco tiempo después; Bacon había sospechado la existencia de ese tesoro oculto y todos los filósofos, anima- dos por su promesa, intentaron descubrirlo.

Lo que más me sorprendió fue comprobar cómo en su libro habla en términos exactos de esa nueva atracción, cuyo descubrimiento se atribuye a Newton.

«Hay que buscar -dice Bacon- si no habrá una fuerza magnética entre la Tierra y los objetos pesados, entre la Luna y el océano, entre los planetas, etc.»

En otro lugar, dice: «O bien los cuerpos pesados son atraídos hacia el centro de la Tierra, o bien se atraen mutuamente; en este último caso es evidente que cuanto más se acerquen a la Tierra los cuerpos al caer, mayor será su atracción. Hay que continuar investigando para saber si un reloj de pesas irá más ligero sobre la cumbre de una montaña o en el fondo de una mina; si la fuerza de las pesas disminuye en lo alto de la montaña y aumenta en la mina, es evidente que la Tierra ejerce una verdadera atracción».

Este precursor de la filosofía fue a la vez un elegante escritor, historiador y un espíritu selecto:

Sus Ensayos de moral son muy apreciados, pero han sido escritos con el fin de enseñar, no para agradar; no siendo una sátira de la naturaleza humana como las Máximas, de La Rochefoucauld, ni una escuela de escepticismo como las obras de Montaigne, son menos leídas que esas dos obras llenas de ingenio.

Su Historia de Enrique VII es considerada como una obra maestra, pero no creo que se pueda comparar a la de nuestro ilustre De Thou. He aquí cómo habla el canciller Bacon del impostor Perkins, judío de nacimiento, que instigado por la duquesa de Borgoña tuvo la osadía de tomar el nombre de Ricardo IV, rey de Inglaterra, y disputó la corona a Enrique VII.

«En esa época la duquesa de Borgoña, por arte de magia, evocó de los infiernos la sombra de Eduardo IV para atormentar al rey Enrique, el cual se obsesionó por los espíritus malignos. Cuando la duquesa de Borgoña hubo aleccionado a Perkins, se puso a estudiar por qué región del cielo haría aparecer el cometa, y decidió que éste debía aparecer primeramente en el horizonte de Irlanda.»

Creo que nuestro sabio De Thou no emplea este estilo pomposo, que antes fuera considerado sublime, pero que actualmente es juzgado, justamente, como un galimatías.

Comentario:

Pocos reyes o políticos en aquella época y en está merecen el respeto y la consideración humana, sin embargo cuando fallece se hacen grandiosas ceremonias, se ocultan sus errores y vicios, se ensalzan virtudes o se inventan, como si para el Estado fuera una perdida irreparable, cuando el pueblo esta suspirando de alivio en la esperanza de recobrar libertades. De algunos se intentan ocultar sus dictadura cruel que incluyen asesinatos a la población indefensa. Debían ser juzgados tras su muerte como en la Inquisición y al menos sino se quemaban sus huesos, si al menos divulgar sus errores y borrar los símbolos que le engrandecían bajo falsedad.

Cartas filosóficas Undécima carta: Sobre la inoculación de la vacuna Voltaire

En voz baja se dice por toda Europa que los ingleses son locos y fanáticos; locos porque inoculan a sus hijos la viruela para evitar que contraigan esta enfermedad; fanáticos porque, para prevenir un mal incierto, provocan, tranquila- mente, una enfermedad segura y terrible. Los ingleses, por su parte, dicen: «Los otros europeos son cobardes y desnaturalizados; cobardes, porque temen hacer sufrir un poco a sus hijos; desnaturalizados, porque los exponen a que mueran un día de viruela». Para juzgar las razones de esa disputa narraré la historia de esa famosa inoculación, de la que con tanto temor se habla fuera de Europa.

Las mujeres de Circasia tienen la costumbre, desde tiempo inmemorial, de provocar la viruela a sus hijos, a partir de los seis meses de edad, haciéndoles una incisión en el brazo e inoculando en ella una póstula que ha sido previamente extraída con cuidado del cuerpo de otro niño. Esta póstula produce en el brazo donde se inocula el mismo efecto que la levadura en un trozo de masa: fermenta y extiende por toda la sangre las cualidades que posee. Los granos de los niños que sufren esa viruela artificial sirven para provocar la enfermedad en otros. Este proceso se renueva constantemente en Circasia; cuando no hay viruela en el país hay tanta preocupación como en otros lugares la habría por un mal año.

Lo que ha introducido esta costumbre en Circasia, que parece tan extraña en otros pueblos, tiene, sin embargo, una causa común a todos los pueblos: la ternura materna y el interés.

Los circasianos son pobres y sus hijas hermosas; por ello es natural que comercien con ellas. Abastecen de bellezas los harenes del Gran Señor, del sofí de Persia y de los que son lo suficientemente ricos como para mantener una mercancía tan preciosa. Educan a sus hijas con gran esmero para el placer de los hombres; les enseñan danzas lánguidas y lascivas y los más voluptuosos artificios para despertar el deseo de los desdeñosos amos a que las destinan.

Las pobres criaturas repiten todos los días su lección con su madre, como nuestros niños repiten su catecismo, sin comprender nada.

Con frecuencia, después de tantos desvelos en la educación de sus hijas, los circasianos veían disiparse sus esperanzas. La viruela invadía una familia y una hija moría, otra perdía un ojo, una tercera quedaba con la nariz deformada; las pobres gentes aquellas quedaban arruinadas sin remisión. Cuando la viruela se convertía en epidémica, el comercio quedaba interrumpido por varios años, lo que suponía una disminución notable de los harenes de Persia y Turquía.

Una nación dedicada al comercio está siempre alerta por sus intereses y no descuida conocimiento alguno que pueda ser útil para su negocio. Los circasianos comprobaron que una persona entre mil era atacada dos veces por la viruela, que las personas podían ser atacadas tres o cuatro veces por una pequeña viruela, pero sólo una vez por una que sea decididamente peligrosa. En una palabra, que se trataba de una enfermedad que atacaba sólo una vez en la vida. Descubrieron también que cuando la viruela es benigna y la piel del paciente fina y delicada, la erupción no deja marcas en el rostro. De estas observaciones naturales concluyeron que si una criatura de seis meses o un año tenía una viruela benigna, no moría, no le quedaban marcas en el rostro y no correría el riesgo de contraer la enfermedad en el resto de los días.

Por tanto, para preservar la vida y la belleza de los niños había que provocar la enfermedad en edad muy temprana; eso fue lo que hicieron, inoculando en el cuerpo de las criaturas una pústula extraída del cuerpo de una persona atacada por una viruela claramente declarada, pero benigna. La experiencia fue un éxito. Los turcos, gente cuerda, adoptaron enseguida esta costumbre, y hoy no hay ningún bajá en Constantinopla que no le provoque la viruela a sus hijos en la más tierna infancia.

Según algunos, los circasianos adoptaron esta costumbre de los árabes. Dejemos para algún sabio benedictino la dilucidación de ese punto histórico; seguramente escribirá varios volúmenes en infolio con las pruebas. Lo que yo puedo decir sobre el asunto es que en los principios del reinado de Jorge I la señora Worley-Montagu, una de las damas más espirituales de Inglaterra, cuando estuvo con su marido en la Embajada de Constantinopla, no tuvo el menor inconveniente en hacer inocular a su hijo, nacido en ese país, la viruela. Aunque su capellán trató de convencerla de lo contrario, diciéndole que el experimento no era cristiano y sólo podía dar resultado con infieles, el niño de la señora Wortley no sufrió ninguna molestia. Cuando regresó a Londres comunicó a la princesa de Gales, actualmente reina, su experiencia. Hay que confesar que la princesa, dejando aparte sus títulos y coronas, ha nacido para proteger a todas las artes y para hacer el bien a los hombres; es como un amable filósofo coronado; nunca ha perdido ocasión de aprender y de mostrar su generosidad. Cuando oyó decir que una hija de Milton vivía todavía y se encontraba en la mayor miseria, le envió inmediatamente un importante regalo. Es ella quien ha protegido al pobre padre Corayer y quien hizo de intermediaria entre el doctor Clarke y Leibnitz. Nada más oír hablar de la inoculación de la viruela ordenó que se hiciera una prueba con cuatro condenados a muerte, a los cuales salvó la vida doblemente, por un lado librándoles del cadalso, y por otro, gracias a la viruela artificial, salvándoles del peligro de contraer alguna vez la verdadera.

La princesa, asegurada del éxito de la prueba, hizo inocular a sus hijos. Todo Inglaterra siguió su ejemplo y desde entonces, por lo menos diez mil niños deben la vida y otras tantas niñas la belleza, a la reina ya la señora Wortley-Montagu.

En el mundo, sesenta personas sobre cien contraen la viruela; de esas sesenta, diez mueren en lo mejor de la vida y otras diez quedan terriblemente marcadas. Por tanto, una quinta parte de los seres humanos mueren o quedan marcados por esta enfermedad. De los que han sido inoculados, tanto en Turquía como en Inglaterra, ninguno muere, a menos que sea enfermizo o esté condenado a muerte. Si la inoculación se hace debidamente, nadie queda con marcas ni nadie es atacado por segunda vez por la enfermedad. Si alguna embajadora francesa hubiera traído de Constantinopla ese secreto a París, hubiera hecho un gran servicio a la nación; el duque de Villequier, padre del actual duque de Aumont, el hombre con más salud y con mejor constitución de Francia, no hubiera muerto en la flor de la edad; el príncipe de Soubise, que tenía una espléndida

salud, no hubiera fallecido a los veinticinco años; Monseñor, el abuelo de Luis XV, no hubiera sido enterrado a los cincuenta; veinte mil personas muertas en París en una epidemia de 1723 vivirían aún. ¿ y entonces? ¿Es que, acaso, los franceses no aman la vida? ¿Es que las mujeres no se preocupan por su belleza? En verdad somos una gente extraña. Probablemente dentro de diez años, si curas y médicos no se oponen a ello, adoptaremos las costumbres inglesas; o bien, dentro de tres meses se empezará a inocular por capricho, cuando los ingleses hayan dejado de hacerlo por inconstancia.

He sabido que desde hace cien años los chinos practican esta costumbre; es gran prejuicio el ejemplo dado por una nación que pasa por ser la más sensata y la dotada con mejor policía del mundo. Ciertamente, los chinos proceden de una manera distinta; no se hacen una incisión, sino que se inoculan la viruela por la nariz, como si fuera tabaco en polvo. Es un modo más agradable, pero igual a fin de cuentas, y de la misma manera demuestra que si la inoculación se hubiera practicado en Francia, se habrían salvado millares de vidas.

Comentario:

Estos datos son historicos, más el éxito obtenido no fue suficiente para evitar la oposición de la Iglesia y de parte de la clase médica que siguió desconfiando del método, hasta que el científico Edgard Jenner (1749-1823), casi noventa años más tarde, desarrolló finalmente la vacuna. Fue en el  1796 inició los ensayos de lo que seria la vacuna: obtuvo muestras de pústula de la mano de una mujer infectada por el virus de la viruela a través de una vaca, y lo inoculó a un niño de 8 años. Tras un período de 7 días el muchacho presentó malestar. Pocos días después, Jenner volvió a realizar varios pinchazos superficiales de la temida viruela, que el muchacho no llegó a desarrollar.

En 1798 Jenner publicó su trabajo («An Inquiry into the Causes and Effects of the Variolae Vaccinae, a Disease Known by the Name of Cow Pox» ), donde acuñó el término latino variolae vaccine (viruela de la vaca), de esta manera Jenner abrió las puertas a la vacunación con virus vivos atenuados.

Voltaire critica a la Iglesia de interferir en la ciencia a costa de miles de personas que pudieron haberse salvado con la vacuna.

CARTAS FILOSÓFICAS VOLTAIRE DÉCIMA CARTA: SOBRE EL COMERCIO

Galeon comercial

El comercio ha enriquecido a los ciudadanos de Inglaterra y ha contribuido a desarrollar su libertad, y esta libertad, a su vez, ha extendido el comercio, que ha sido el origen de la grandeza del Estado.

Por el comercio se creó, poco a poco, la fuerza naval de Inglaterra, que ha hecho de los ingleses reyes de los mares. En el presente tienen alrededor de doscientos barcos de guerra. La posteridad se asombrará de que una pequeña isla que sólo posee un poco de plomo, estaño, greda y lana de mediocre calidad haya llegado a ser, mediante su comercio, tan poderosa, que en 1723 pudo enviar tres flotas simultáneamente a tres extremos diferentes del planeta: una a Gibraltar , ciudad que conquistó y mantiene por la fuerza de las armas; otra a Porto-Bello, para arrebatarle al rey de España los tesoros de las Indias, y la tercera al mar Báltico, para evitar el enfrentamiento entre las potencias del Norte.

Cuando Luis XIV hacía temblar a Italia, cuando sus ejércitos, dueños ya de Saboya y de Piamonte, se preparaban a tomar Turín, el príncipe Eugenio, en el último rincón de Alemania, debía acudir en ayuda del duque de Saboya, pero no tenía dinero y sin él no se pueden tomar ni defender las ciudades; se vio obligado a recurrir a los comerciantes ingleses, quienes en media hora le prestaron cinco millones; liberó Turín, venció .a los franceses y escribió estas líneas a los que le habían prestado el dinero: «Señores, he recibido vuestro dinero y me enorgullezco de haberlo utilizado a vuestra entera satisfacción».

Todas estas cosas enorgullecen con justicia a un comerciante inglés y le hace compararse, con alguna razón, con un ciudadano romano. Por eso el hermano menor de un par del reino no tiene a desdoro ser negociante. Milord Towsend, ministro de estado, tiene un hermano que se contenta con ser mercader en la «City». Cuando Lord Oxford gobernaba Inglaterra, su hermano menor era empleado de comercio en Alepo, donde permaneció hasta su muerte.

Esta costumbre, que por desgracia parece empezar a perderse, resulta monstruosa a los alemanes empecinados en sus cuartos y que no entienden cómo un hijo de un par de Inglaterra no sea más que un rico y poderoso burgués, y no como en Alemania, donde todos son príncipes; se han contado hasta treinta altezas del mismo nombre y poseyendo como únicos bienes su orgullo y sus escudos de armas.

En Francia puede ser marqués quien lo desee; cualquiera puede llegar a París desde una distante provincia, con suficiente dinero para gastar y un nombre terminado en «ac» o en «ille», y permitirse decir: «Un hombre como yo, un hombre de mi categoría…», y despreciar soberanamente a un negociante. El comerciante es tan tonto que al oír hablar con frecuencia despectivamente de su profesión, termina por avergonzarse de ella. Sin embargo, no sé quién es más útil a un Estado, si un noble todo empolvado, que sabe exactamente a qué hora se acuesta y se levanta el rey, que se pavonea como un gran señor mientras representa el papel de esclavo en las antecámaras de un ministro, o un comerciante que enriquece a su país, que desde su escritorio da órdenes a Surata y El Cairo, y contribuye a la felicidad del mundo.

Comentarios:

En esta carta Voltaire, denuncia a la nobleza continental en su forma de entender su participación en la vida social,

Un ingles de cualquier estatus social, trabaja, y el progreso hizó de este país, un adelantado de progreso creando trabajo e ingresos. El resto de Europa, creó en la nobleza una especie perezosa, dedicada a una vida de constante dar y asistir a fiestas, despilfarrando dineros y bienes. En España esta circunstancia duró en Castilla y Andalucía hasta el siglo XX, otras regiones como el país Vasco, Cataluña y Valencia  tuvieron una dinámica industrial más activa.

Solo aquellos paises y sociedades que intervinieron en el comercio  o la industria incrementaron sus riquezas, y tuvierón la satisfacción personal  de crear empleos que hicierón surgir una sociedad más justa.

Cartas filosóficas Voltaire Octava carta: Sobre el Parlamento

A los miembros del Parlamento de Inglaterra les gusta, en lo posible, compararse con los antiguos romanos.

No hace mucho tiempo que Mr. Shipping, en la Cámara de los Comunes, inició un discurso, con las siguientes palabras: «La majestad del pueblo inglés se sentiría herida, etc.» La singularidad de la expresión provocó una gran carcajada, pero él, sin inmutarse, la repitió con tono decidido, y las risas se apagaron. Confieso que no encuentro semejanza entre la majestad del pueblo inglés y la del pueblo romano; menos parecido existe entre sus gobiernos. En Londres existe un Senado cuyos miembros son a veces acusados, seguramente con injusticia, de vender sus votos, como sucedía en Roma: hasta ahí la semejanza. Por otra parte, creo que las dos naciones son completamente distintas, tanto en lo bueno como en lo malo. Los romanos no conocieron nunca la horrible locura de las guerras religiosas; semejante abominación estaba reservada a los devotos predicadores de la humildad y de la paciencia. Mario y Sila, Pompeyo y César, Antonio y Augusto, no se batían para decidir si el «F1amen» debía llevar la camisa sobre el traje o el traje sobre la camisa, y si los pollos sagrados debían comer y beber, o solamente comer, para formular sus augurios. Los ingleses se han degollado mutuamente y se han destruido en grandes batallas por querellas de esa especie. La secta de los episcopalianos y la de los presbiterianos han hecho serias a esas cabezas. Imagino que estupideces como aquéllas no volverán a suceder, pues me parece que se están volviendo juiciosos y no desean matarse por unos silogismos.

Pero hay otra diferencia más notable aún entre Roma e Inglaterra, diferencia que honra a esta última: el resultado de las guerras civiles en Roma fue la esclavitud, y el de las luchas en Inglaterra, la libertad. La nación inglesa es la única en el mundo que, ofreciendo resistencia sus reyes, consiguió reglamentar el poder de los mismos y que mediante esfuerzo tras esfuerzo pudo establecer ese sabio gobierno en que el príncipe es todopoderoso para realizar el bien, pero tiene atadas las manos para hacer el mal; ese gobierno en que los señores son grandes sin insolencias y sin tener vasallos, y en el que el pueblo participa en el gobierno sin confusión.

La Cámara de los Pares y la de los Comunes son los árbitros de la nación; el reyes el súper árbitro. Los romanos carecían de un equilibrio semejante; en Roma los señores y el pueblo se encontraban siempre frente a frente, sin que existiera un poder intermedio que los conciliara. El Senado de Roma, que tenía el injusto orgullo de no querer compartir nada con los plebeyos, no encontraba mejor solución, para alejarlos del gobierno, que enviarlos a luchar a países extranjeros. Miraban al pueblo como a una bestia feroz que convenía lanzar sobre los vecinos antes de que devorara a sus propios amos; así fue cómo el mayor defecto del gobierno de los romanos hizo de ellos grandes conquista- dores. Eran desdichados en su tierra y por ese motivo se hicieron dueños del mundo, hasta que las divisiones surgidas entre ellos los transformaron en esclavos.

El gobierno de Inglaterra no ha sido hecho para alcanzar tanto brillo ni para tener un fin tan desgraciado; su fin no es conquistar, sino evitar que sus vecinos lo hagan. Este pueblo es tan celoso de su libertad como de la de los otros. Los ingleses detestaban a Luis XIV porque lo tenían por un ambicioso. Le hicieron la guerra seguramente sin interés alguno, tan sólo por bondad cordial.

A Inglaterra le costó mucho, indudablemente, conseguir su libertad; el ídolo del poder despótico fue ahogado en mares de sangre, pero los ingleses no creen haber pagado demasiado caras sus buenas leyes.

Otras naciones soportaron las mismas luchas y derramaron una cantidad igual de sangre, pero la sangre derramada no hizo más que cimentar la esclavitud.

Lo que en Inglaterra es una revolución no es más que una sedición en otros países. Cuando una ciudad toma las armas para defender sus privilegios, sea en España, en Berería o en Turquía, inmediatamente los mercenarios la dominan, verdugos la castigan y la nación entera tiene que besar sus cadenas. Los franceses piensan, con razón, que el gobierno de esta isla es más tormentoso que el mar que la rodea, pero es que el rey desencadena la tormenta cuando quiere adueñarse del barco, del cual es solo el primer piloto. Las guerras civiles de Francia han sido más largas, más crueles y más plagadas de crímenes que las de Inglaterra, pero con ninguna de ellas se ha logrado establecer una prudente libertad.

En los tiempos detestables de Carlos IX y de Enrique II, se trataba solamente de saber si se terminaría siendo esclavo de los Guisas. La última guerra de París no merece más que silbidos; me parece ver a escolares amotinados contra el prefecto de un Colegio y que terminan por ser azotados. El cardenal de Retz, con mucho espíritu y coraje mal emplea- dos, rebelde sin objeto, sedicioso sin planes, jefe de partido sin ejército, conspiraba por conspirar y parecía organizar las guerras civiles solamente por darse el gusto. El Parlamento no sabía qué quería ni qué no quería; reunía tropas y las licenciaba, amenazaba y pedía perdón, ponía a precio la cabeza del cardenal Mazarino y luego iba a homenajearlo. Nuestras guerras en la época de Carlos VI habían sido crueles, las de Liga fueron abominables, las de Fronda, ridículas.

Lo que más se reprocha a los ingleses es el suplicio que infligieron a Carlos I, que fue tratado por sus vencedores como él los hubiera tratado si hubiera vencido.

A fin de cuentas, mirad a Carlos I, por una parte, vencido en lucha encarnizada, prisionero, juzgado, condenado en Westminster, y por otra, mirad a Enrique VII, envenenado por su capellán mientras comulgaba; a Enrique III, asesinado por un monje, legado del odio de todo un partido; pensad en los treinta asesinatos planeados contra Enrique IV, varios intentados y el último que privó a Francia de un gran rey. Reflexionad sobre esos atentados y después juzga.

Comentarios:

En verdad que los países europeos, han tenido un continuado conflicto por ambiciones de las gentes feudales que ellos se hacían denominar señores, y los descendentes de reyes con luchas entre familiares, entre hermanos e hijos con padres, y las demoledoras guerras de religión donde hasta los papas tenían sus ejércitos. Sangre y muertos por la ambición de poder y riquezas, donde los soldados eran aportados por los señores feudales en régimen de subordinación al vasallaje. Triste destino el de los pobres que tenían que ofrecer su vida por las ambiciones de los señores mientras que ellos veían desde lo alto de las colinas como se desventraban a espadazos…por amor al rey o al déspota señor.